Jaén, 9 de Mayo de 2011
Juan Pedro Rodríguez
www.juampedrino.com
Hay personas que, cuando son
zancadilleadas, no sólo no caen
sino que encima adelantan un paso.
El “mobbing” (anglicismo que debería ser sustituido cuanto antes por el castizo “asesinato retardado” u otro semejante para ver si así entra ya como debe en el Código Penal) es una de esas conductas que, tal vez por la escasa aparatosidad mediática de sus efectos, goza todavía de total impunidad, como si esos asesinaditos que perecen en el mundo laboral no dejaran tras su paso a la inexistencia el más mínimo rastro ni en empresas, ni en amistades, ni en familiares, ni siquiera en el cajón de la ventanilla donde se estampó cierta vez la temblorosa firma de otro estúpido buscador de Justicia con mayúscula.
Pues bien: no sólo goza esa castiza conducta de total impunidad sino que, además, se trata de un comportamiento que hasta acaba siendo galardonado con una generosa recompensa consistente esta, amén de en la incuestionable eliminación de la víctima como estorbo y su paso a mejor vida laboral o eterna, en la consecución del mérito, cargo o posición social pretendidos con semejante indigno, inhumano y traicionero proceder.
Ítem más: que esas impunidad y recompensa consentidas coexistan hic et hoc con la cotidiana y desastrosa situación a que fuerzan a desembocar a su víctima, es otro más de los sangrantes sinsentidos provocados por eso que se esconde bajo el ya eufemístico término de “mobbing”, el cual, por su mera y casi xenofóbica denominación, parece como si pretendiera en nuestro idioma alejar su infesta realidad hacia lugares más anglosajones, o, como mínimo, menos cercanos al concreto y podrido tajo laboral en que campa a sus anchas.
Otro sí diríase que, para mayor abundamiento, el acosador “mobbinglero” goza y hasta disfruta con el propio mal perpetrado, disfrute que –y aquí está la esencia de un delito- sirve incluso de acicate compulsivo para ir sumando, cual si de escalera o escalafón se tratase, víctimas y estorbos en un afán acumulativo por escalar los ansiados mérito, cargo o posición social a la vista de la impunidad conseguida caso tras caso.
Es más: los últimos estadios del “mobbing” más usual y denigrante suelen consistir, cuando el victimario tiene demasiadas agallas o está resultando más duro de roer de lo imaginado, en una intencionada fiesta laboral en la que la mofa, la broma, el cachondeo y demás parafernalias festoleras celebran, como si de un funeral adelantado se tratase, la cercanísima fecha en que ese estorbo que ocupa esa mesa o esa aula o esa oficina o ese puesto será muy próximamente ocupado por cualquier otro alguien que en nada, absolutamente en nada, se parecerá a la nulidad que tanto estorba para la consecución de los altos fines para los que fue creado ese puesto de trabajo, para el que ya está hasta contratado un sustituto.
Aún más, en fin: la inminencia del cercanísimo y ya evidente desenlace provoca los revuelos en masa de acosador y jauría en un intento por adelantar con sus buitreras vueltas en rededor las agujas de un reloj que, aunque marca perfecta y digitalmente las tediosas horas de entrada y salida del trabajo de cada día, tiene el enervante defecto de no contar el tiempo con la misma prisa con que el acosador y sus adláteres pretenden. Y es en ese empeño por acosar también al tiempo, es en ese afán por dominar contranatura a la propia Naturaleza, es ahí, precisamente ahí, donde radica la única debilidad incontestable de quien entiende que el reloj correrá más deprisa cuanta más cuerda se le dé.
Sí. Ahí. Precisamente ahí. En el tiempo. Siempre el tiempo.
Y es que llega un día el día en que o acosador o sus secuaces, da igual el sumando de que se trate, en el afán por ganarle un paso al paso natural del tiempo, comete cierto día un error, tal vez al querer asestar nerviosamente el golpe de gracia, queda entonces en evidencia la trama sustentadora de tanto embrollo, es así ello percibido por la víctima y –en el caso de que no sea ya demasiado tarde, evidentemente- el asunto empieza a dar en cuestión de instantes un giro de muchísimos grados hacia atrás. De hecho, las víctimas de mobbing suelen, en un solo momento siempre clave en sus vidas, conseguir la prueba evidente de por donde venían tiros tan descomunales, de a qué se debía tanto hostigamiento, de a cuento de qué le venían tantos problemas de conciencia,… Y es en ese preciso momento clave cuando el arrinconado coraje estalla como pólvora reseca…, la sed de Justicia avanza a pasos realmente agigantados descubriendo falsedades y mentiras escondidas, y llega inclusive el día en que hasta se piensa en plantarle cara al acosador.
Pero entonces se comete el error fatal, no por parte de cualquier de los restantes sumandos del acosador, que andan a estas alturas escondiendo pruebas o comprando silencios, sino por parte de la propia víctima quien, en su envalentonamiento revividor, viene a caer en el mismo vicio erróneo del acosador: echar mano del superior inmediato para que actúe en consecuencia. Aquí, en buena ley, debería estar la solución, ya que, por pura lógica, desde el mismísimo momento en que instancias superiores en el ámbito laboral se den por enteradas de la situación que están viviendo sus subordinados el conflicto habría de ser inmediatamente zanjado. Y este sería un primer inicio de la justicia con minúscula.
Pero, ay, no es eso lo que suele ocurrir… Cuando no es el propio superior el que se alista con los acosadores en una mera defensa del sistema, es el propio acosado el que se pone en bandeja ante ese sistema por el mero hecho de haber tenido el valor de hacer una denuncia… Y entonces hasta la propia queja de la víctima es convertida en contradenuncia. Y entonces es cuando el antes fallido suicida y ahora estupefacto trabajador empieza a ver con escalofriante nitidez los preparativos de su retardado asesinato… Y entonces…
Entonces es precisamente cuando el coraje inicia el contramobbing.
¡Y funciona!
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