Pandemia imparable. El virus de la envidia y sus consecuencias se enseñorean de nuestros lugares de trabajo. Es, de todos, el elemento más perturbador de la paz laboral. Por la envida entro la muerte en el mundo y gracias a ella y a otros elementos colaboradores, nace el tan traído y llevado mobbing. La mano de la envidia prende el incendio del hostigamiento laboral que crece alimentándose de la amoralidad, de la desorganización, del abandono; y acaba arrasando nuestros más apacibles y frondosos bosques laborales.
Muchos son los envidiosos patológicos que rumian en un rincón su inacabable vaciedad interior y así, simplemente, se consumen dolientes de la excelencia ajena. No son estos los más dañinos. Otros, más seductores o con posición más dominante, son los pirómanos, las chispa inicial de los riesgos psicosociales que asolan empresas enteras, organizaciones cojas de moral y largas de disciplina fanática e irresponsabilidad punible.
Para verlo hay que mirar al sitio donde se da, no hay que buscar donde no está.
No se envidia el descapotable con rubia, el yate del jeque o a la novia de George Clooney. No. Estas cosas no se envidian, se ambicionan, se desean, se sueña con ellas. No hacen daño. Gustan y apetecen: atraen. La envidia duele, quema, descubre al envidioso su imagen real. Le pone frente al espejo de su verdad, descubre su pedestal de cartón piedra y el pobre decorado que constituye su vida.
Así si. Así es como es posible entender que el envidioso patológico, el narcisista perverso -que cualquiera puede tener sentado a su lado en la oficina- no se conforma con desear el daño al envidiado: necesita su destrucción. Su presencia y hasta su recuerdo destrozan su prepotente y falsa representación de si mismo. Pero van más allá, el hostigador envidioso que maltrata a un vecino laboral, lo hace con la secreta esperanza de incorporar los valores del otro hacia su persona. Algunos expertos hablan de vampirismo psicológico para describir como este maltrato pretende devorar emocionalmente al envidiado para, emulando a Idi Amin Dada que comía el hígado de sus adversarios, incorporar a sí mismo las cualidades y valores de su enemigo.
Terrorífico escenario el que nos pintan los investigadores en ambientes laborales de principios relajados y funcionalidades desdibujadas como jungla salvaje, selvas donde las fieras acechan y se devoran unas a otras ante la pasividad de la dirección que unas veces tolera, otras fomenta y otras ignora dolosamente que tienen obligaciones que cumplir para sus trabajadores; y que, aunque las leyes en materia de prevención riesgos laborales no se cumplan -que desgraciadamente no es noticia- hay un hecho que no deberían de pasar por alto: pierden dinero. Pierden los mejores trabajadores y pierden prestigio (las que lo hubieran tenido algún día que nos son todas).
Es de esta envidia de la que versan los estudios de hostigamiento laboral, de mobbing cuando llega a serlo. De maldad, de perversión, de corrupción y de fraude; humano, económico y laboral. ¡Ah! Y de malversación… que también la hay.
¿Verdad que la palabra envidia no parecía llevar tanta tragedia en su interior? Pues sí. La lleva y, mientras que la justicia… (ganas dan de hablar de la justicia) o alguien por intervención divina (que la terrena la tenemos algo debilucha) no nos lo resuelva, conviene que no nos llamemos a engaño. Conviene que sepamos que algún envidioso con el que compartamos mundo laboral puede, si le dejan, mandarnos a la baja médica, al paro, o a la tumba si consigue desquiciarnos lo suficiente. O puede, con la quijada de un burro, de un compañero o de un jefe de quijada fácil, matarnos y echarle la culpa al maestro armero; digno representante de un oficio que da mucho juego en estos casos.