Asociación de Ayuda por Acoso Moral en el Trabajo

 

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Antes que nada

 

 

El trabajo ha venido siendo considerado como una maldición divina. Sin embargo muchos son los que buscan en su trabajo algo más que un medio con el que pagar los gastos de la existencia terrena, algo más que una forma de llenar el tiempo, incluso algo más que un sitio donde evadirse de las presiones del mundo o donde tener un núcleo social alternativo.

 

Algunas personas buscan en su labor profesional un medio de completar su evolución personal y por eso ponen en su esfuerzo una marca de calidad que otros muchos no comprenden. El interés de los que no se conforman con el simple caer de los trienios como ritmo de vida laboral suele ser a menudo objeto de extrañeza, de incomprensión, y de uno de los más dañinos y menos conocidos de los estados del hombre: de envidia.  Este relato va para aquellos que han compartido esa patera del mundo civilizado a la que se condena a los que se atreven a tener ideas y ver luz en un mundo de fidelidades interesadas y de oscuridad.  Este relato cuenta una historia de las que ocurren a diario, a nuestro lado, con cada transeúnte, con cada pasajero con los que compartimos este viaje que es la vida, pero que queda como los paisajes de nuestros viajes, en un punto lejano de nuestra memoria, como el recuerdo de un alejado mundo ajeno.

 

A todos los que han compartido el acoso y la humillación, a los que han presenciado la cobardía, a los que han tenido que convivir con la traición, con la lacerante mediocridad esgrimida como medida de todas las cosas, y sin embargo, han llegado a la otra orilla; y también a aquellos otros que han quedado en las aguas frías de ese estrecho, que no pudieron llegar al otro lado pero que hoy son más que nunca ejemplo y referencia para todos. Para ellos el recuerdo, el reconocimiento de su esfuerzo y la gratitud.


 

 

 

 

 

Si mantienes firme tu corazón

y extiendes tus manos hacia él,

 

si rechazas la maldad que hay en tus manos

sin dar cabida en tu tienda a la injusticia;

 

entonces alzarás la frente limpia,

te podrán acosar pero no temerás;

 

llegarás a olvidar el infortunio,

como agua pasada lo recordarás;

 

brillará tu vida más que el mediodía,

tu oscuridad será como la aurora;

 

vivirás confiado en la esperanza,

aun confundido, dormirás tranquilo.

 

 

Antiguo Testamento

 Libros Sapienciales.


 

 

 

Hace unos años, en aquellas fechas donde el cambio de milenio hacía concebir esperanzas de que las cosas cambiarían con la nueve era, cuando muchos buscaban en un hito del tiempo lo que el tiempo nunca ha dado, entonces, unos amigos se fueron de viaje. Se fueron a unos de esos viajes donde sin decirlo se buscan prolongaciones de uno mismo, en que los viajeros tienen la secreta esperanza de conocer lo nuevo. Fueron a uno de esos desplazamientos estratégicos en los que se vuelve con el descubrimiento de que las cosas más valiosas las tenemos en nuestra casa, en nuestra ciudad, en nosotros mismos. Fue una de aquellas excursiones de lejos en que se descubren las nuevas perspectivas que nos permiten conocer nuestros tesoros cercanos, una salida de las que nos hace seguir viajando en busca de nuevos ángulos por los que alcanzar lo que seguimos sin conocer de nosotros y de nuestro universo.

Los tres amigos marcharon al Caribe y fijaron su atención en compartir con otras personas unos días para empaparse de otra forma de vivir. La Habana les recibió después de diez horas de vuelo, plomiza, aún húmeda de huracán, bochornosa y apabullante del calor de otro mundo. La nueva densidad se percibió en su cara sobre la escalerilla del avión del aeropuerto José Martí, junto con la imagen de unos uniformes militares verde-monótono que después llegaron a ser parte del paisaje extrañamente limpio de marcas de moda.

Negociaron un carro para centro habana y eligieron uno de los conductores ilegales para el trayecto, apenas cinco dólares más barato que los taxis oficiales pero con las ansias de imbuirse en aquel ambiente no dudaron en la elección y hubieron de salir fuera del recinto para poder subir al carro, tirando diez minutos de las inmensa maletas llenas de embutidos, ropa usada para dar y espíritu aventurero en grandes cantidades.

Pasaron los primeros días empapándose de todos los líquidos con los que el Caribe embriaga a los viajeros y en el cuarto amanecer tardío por obra del ron sorprendió al mayor de los tres amigos en la vieja casa señorial, rehabilitada y segregada en viviendas proletarias por Fidel, y después vuelta a readaptar al incipiente turismo y reconvertida en hostal ilegal en el centro mismo de la Habana vieja. Tras el esfuerzo inicial de recordar que era en Cuba y no en su casa donde amanecía con los efluvios alcohólicos en aquel medio día, buena mañana para la resaca, decidió hacer un desayuno frutal, el mejor para el día de después de la noche habanera. Fue al frigorífico, joya de la industria yanqui de los años cincuenta y con una ultima capa de pintura azul oscuro que obligaba a la curiosidad a preguntarse los tonos de las anteriores. En él estaban, como los demás días, los pomos de zumo. Escogió de ellos uno de color naranja. Mientras giraba el tapón de plástico para llenar su vaso se preguntó cuántos rellenos de cuantas cosas diferentes llevaría aquella botella de plástico en su haber para que hasta su marca original se hubiese borrado del tapón,

- Para cuantas cosas sirve algo después de que lo consideremos inútil...! - , se dijo.

Bebió ávido el primer vaso de fruta bomba, que no de papaya que allí era el nombre de otro fruto femenino también jugoso pero que no se dejaba embotellar. Con el segundo vaso ya se sentó y decidió empezar a situarse en aquel su amanecer del nuevo medio día.

Los otros aún dormían. La patrona de la casa, muy profesional, no comentó sobre el perfume a ron añejo que destilaba, informó que había embutido del de España en la nevera para desayunar, pero apuntó lo conveniente de los zumos para las mañanas de después de la batalla.

Durante la ducha pensó que el agua fría en aquella latitud tenía un significado distinto, ni era desapetecible ni daba pereza acometerla. El caribe reeditaba algunos conceptos, pensó.

Ya casi otro, fue hacia la ventana que daba a la calle Acosta para ver el pulso de la ciudad por entre los barrotes de la verja del salón de la casa. Se topó con un paisano de esos que son oficialmente blancos pero que tienen una pátina como de barniz cubano que nos hacen pensar maliciosamente que tienen algún gen moreno, de prieto como ellos dicen, y que seguramente no es más que el sol acumulado en una piel nacida en el Caribe. El paisano trabajaba en el salón de la casa en una obra extraña con elementos dispares y que no supo bien interpretar. En aquel momento colocaba una bandeja de frutas al pie de un estaribel de múltiples artículos. Le dio los buenos días y sintiéndose incómodo por estar deleitándose con el panorama de barrio habanero que le brinda la ventana mientras otro tan cerca trabajaba, se ofreció a ayudarle a lo que fuera aquella tarea peculiar que llevaba a cabo aquel hombre.

-¡Fantástico!- Dijo aquel, y tendió una bolsa con globos para inflar.

- Aunque no sé si será los pulmones lo que mejor tengas esta mañana... - . Añadió con una sonrisa burlona y cómplice. Aquel hombre le explicó su tarea, estaba haciendo un altar para celebrar la fiesta de incorporación a la santería de la patrona de la casa que cumplía un año en esa religión. La fiesta del año era para los niños del barrio. Conforme él inflaba globos, aquel personaje que se identificó como el padrino de Lourditas, la encargada de la casa, le fue relatando los componentes del altar que se montaba sobre un gran paño rojo a modo de mantel central. La fiesta infantil tendría globos, caretas de cartulina color cartón, algunas frutas, cigarros y tabacos, cigarrillos para los cubanos, un billete de un dólar enrollado, figuritas de plástico, unas estampitas de santos, algunas plumas, un crucifijo y en el centro de todo aquello una pequeña cosa con forma como de patata y color gris con tres pequeñas conchas a modo de ojos y boca en lo que parecía un rudimentario monigote de aspecto africano y enigmático. Dentro de aquella masa compacta, le relató, él, padrino de Lourditas, había introducido un secreto cuando decidió su entrada en la santería y aquella figura acompañaría a la iniciada toda su vida. De aquel secreto no aclaró ningún detalle, solo que estaba dentro de aquella siniestra patata gris.

Media hora después la obra alegre y multicolor quedó terminada y ambos se sentaron a conversar en unas butacas de mimbre delante del altar ya listo para la fiesta de la tarde. Aprovechó el mayor de los amigos viajeros para preguntar al santero algunas cosas sobre la santería y sus ritos. Contó aquel hombre que eran las fuerzas de la naturaleza las que se consideraba movían los hilos del mundo y que para representarlas los primeros esclavos de origen africano que poblaron la isla, se vieron obligados a utilizar los símbolos e imágenes del catolicismo para no entrar en conflicto con sus amos, quienes consideraban paganas sus tradiciones y creencias, pero si los encontraban con imaginería católica en su poder no investigaban demasiado lo que en realidad para ellos estaba representando la estampita en cuestión, de ahí que los símbolos de la antigua religión yoruba traída de África y los católicos se unieran en la santería de forma natural y cómplice.

En estas estaban cuando el padrino sin venir a cuento de la conversación, hizo una pregunta directa, una pregunta que a su interlocutor en su país de origen le hubiese parecido inadecuada, pero aquello era Cuba, era la Habana vieja y quien que se la formulaba era un santero, padrino de aquella religión y todo aquello junto con una benévola pero monumental resaca de ron hacían un contexto diferente donde la cuestión fue recibida con la mayor naturalidad a pesar de lo intempestivo:

-¿Tu madre es viva?

Necesitó unos instantes para hacerse cargo del giro que acababa de tomar su conversación sin previo aviso.

-Sí. Sí, mi madre vive, vive en Madrid y está bien gracias a Dios.

-Pues entonces..., a ti te crió otra persona cuyo espíritu llevas a tu lado desde entonces y te protege de todos los peligros. Murió hace tiempo ya, y está enterrada en un lugar diferente de donde tú vives. Yo la veo y creí ver a tu madre. Te cuida constantemente -. Una espesa cortina de asombro noqueó al viajero e hizo que su perezosa mente se incendiase de incomprensión, de duda..., de desconfianza... ¿Cómo podría haber sabido aquel hombre que por una grave enfermedad de su madre fue otra mujer, su tata Brígida, quien le había criado en sus primeros años? También coincidían los otros detalles y eran demasiados... demasiados incluso para estar en la Habana y con una tasa de resaca como la suya. Ni siquiera sus compañeros de viaje sabían aquello, menos lo podía haber averiguado aquel santero. Reinaldo, que era su nombre captó el impacto de su anuncio y continuó relatando sobre los espíritus, unos buenos decía, otros no tanto y algunos juguetones.

-Ven mañana si quieres a casa, te echo los caracoles y seguimos hablando -. Añadió sabedor del interés y asombro que había sembrado en él viajero.

 

 

 

 

 

 

 

El resto del día fue un permanente empeño de intentar apaciguar las dudas, recelos y temores que aquella conversación había hecho nacer en el viajero. A duras penas consiguió ir reduciendo aquellos pensamientos al lugar en donde creyó oportuno que estuviesen. Poco a poco a lo largo del día y conforme la resaca cedía ayudada por algunas cervezas Cristal, iba remitiendo el episodio, empujado por la racionalidad. Pasó a un cómodo segundo plano cediendo su lugar a la fiesta, al viaje, a la alegría. Cada niño que acudió a la fiesta era un tono diferente de color, ¡Cuantos matices había!, y todos bailaron para hacerse merecedores de los sencillos obsequios y golosinas. Todos unidos en la niñez disfrutaron de la tarde y algunos incluso sorprendidos de la educación de aquella paleta infantil de tonos cálidos cuya corrección resultaba casi insultante a ojos de los civilizados e industrializados ojos españoles.

Ya por la noche, los compañeros de viaje tenían un compromiso y el viajero quedó con Carlos, el cubano que calentaba la cama de la patrona Lourditas, para salir a patear una vez más la ciudad. Era una noche de junio, pasearon por el Hotel Nacional, por el Prado y como no, por el malecón. Carlos era un superviviente de la habana vieja, de sus calles y sus gentes, desde los doce años había aprendido a sobrevivir en ellas y también a vivir de ellas. El paseo con aquel Che de la noche habanera propició las confidencias, la cercanía de dos en la casualidad de un momento, surgió esa intimidad especial que no tiene nombre ni explicación para quien la busca y que nace de algún misterioso y desconocido sentimiento entre quienes se creían extraños. Nada hacía presagiar en aquel momento que el tiempo haría que Carlos el cubano llegaría a salir finalmente de Cuba como era su ilusión, pero para acabar como huésped obligado en la cárcel del Soto del Real, triste hospedería para quien tanto amaba la libertad, ¡barrotes para un pájaro! Barrotes que no pudieron sin embargo quitarle ni su alegría ni su instinto de supervivencia.

Aquella noche especial hubo ocasión de contemplar una escena que quedó retratada desde entonces en la película de la cabeza del viajero con toda nitidez. Supo en aquel momento que aquella pequeña y sencilla escena, representaba el concepto de rebeldía mas autentico, más simple pero mas genuino que nunca había contemplado.

Carlos y él de pie, apoyados con la espalda en el bajo muro del malecón, con el mar del caribe a sus espaldas y una Kristal en la mano observaban pasar la vida de la Habana.

Delante, en una terraza de bar con mesas y sombrillas, dos yumas invitaban a dos prietas jóvenes a tomar una cerveza sentados los cuatro a la mesa. No eran jineteras, parecían celebrar algo, un cumpleaños quizá. Era la imagen de una reunión de gente de bien, al aire y en la noche, que se celebraba simple y sencillamente a la vista de todos en un paseo público.

Estas condiciones eran las ideales para que llamara la atención de un alto y uniformado policía de los que Fidel había puesto en cada cuadra de la calle para controlar los contactos de los compañeros ciudadanos con los turistas capitalistas de los que interesaban sus dólares pero no sus ideas.

El aguerrido y planchado oficial, negro de solemnidad, de paso entre prepotente y presumido, sabedor que le veía todo el malecón frente al que miraba desde la calzada, desde unos quince metros paró, puso su mirada en aquella mesa, esperó a captar su atención y cuando estuvo seguro que su representación tenía en aforo necesario levantó su brazo derecho con la palma hacia arriba y con el puño cerrado flexionó dos veces el índice hacia sí.

Arrogante, ordenó sin palabras, desde lejos, que se acercaran a él aquellas prietas que tendrían que justificar con su documentación quienes eran. Comprobaría sus antecedentes como jineteras, si estaban o no en el distrito en que residían y en tal caso por qué. Se las llevaría al furgón o no según el resultado.

El gesto solo era para las prietas. Los yumas ni se movieron, no iba con ellos el tema. Las negras tardaron un poco en acusar la orden. Primero una y después la otra se dirigieron hacia él despacio. Sus caras no traslucían ni desesperación, ni pena. Ni un leve gesto de molestia se vislumbraba. Sus caras no decían nada. Solo obedecían, como tantas veces.

Cuando la que iba delante llegó al oficial, éste en una superación teatral, echó mano a su walkie y con ademán de hablar por él se giró sobre mismo como para reservar la conversación que iba a tener por el aparato de radio. Lírico intento aparente de privatizar la escena pública.

En ese momento en que perdió de vista a la segunda prieta fue cuando el ojo del viajero registró la foto que le quedó clavada en la película de su retina. La sumisa prieta que iba detrás, en el mismo momento en que el policía le perdió la vista inició un movimiento de contoneo y burla que se le disparó al instante, automáticamente, se inició en su trasero caribeño y como suave honda alcanzó su cuerpo entero. No era para la galería... era para ella misma. Los siete u ocho metros que le quedaban por recorrer hasta él fueron adornados con ese rebelde movimiento de burla en todo su cuerpo, lenta, cadenciosamente, gustándose y controlando la situación, cada átomo de su cuerpo era una sublevación. Todo su ser se rebelaba y se burlaba de aquel acto sin poner en ningún momento en riesgo absolutamente nada. Cuando llegó a él, recobró su mansedumbre, esperó pacientemente el resultado de todas las comprobaciones y comunicaciones por radio, aguantó impasible las lecciones de moralidad que el oficial le ofrecía para salvaguardar su honradez y buen nombre, por su bien. Y después, cuando el policía se hubo ido, volvió a lo suyo con sus amigos, naturalmente. Estaba acostumbrada al abuso y la injusticia y aunque no se doblegaba, tampoco daba excusa ni justificación para que con ella se cebara nadie, era lista, independiente, hábil, valiente consigo misma, pero sobre todo rebelde ante el abuso.

Aunque no eran los destinatarios de aquel improvisado espectáculo, todos los presentes tuvieron a la vista una rebeldía inteligente, no osada, pero no por ello menos intensa, fuerte y decidida. Era consciente de su situación y sabedora su poder.

Su nombre era Bienvenida y hubo ocasión después de compartir la última cerveza con ella en aquel chiringuito.

 

                                   

    

  

Al día siguiente de nuevo una espesa y gris pátina teñía la vida en la Habana. La época de tormentas hacía presente en su ir y venir con intervalos cortos, apenas ratos, de alternancia entre las descargas en tromba de agua como de jarro y los duros soles asfixiantes de humedad. Como las lluvias arreciaban en aquella mañana, sobre la marcha el viajero cambió su plan inicial de visitar el cementerio Colón. Le hubiese gustado pasear entre los panteones multiraza que allí se habían ido congregando, según le habían contado, como si hasta en la muerte el crisol de colores hubiese querido imponer su existir en la Habana. Decidió ir donde algún techo le protegiese de los caprichos de aquel cielo plumboso. Iría a ver al santero a su casa. Aquello sería sin duda también una visita interesante yendo a su terreno. Pidió a su amigo Carlos el cubano que le acompañara a casa del padrino, la resaca parecía haberles dado una pequeña tregua, salieron por la calle Acosta en busca de un carro y un chofer con el que negociar el trayecto. Después de desechar un par de opciones, a la altura del Parque Central entraron en conversaciones con el ingeniero jefe de un Buick de destellantes colores que acababa de dejar al último de sus ocupantes después de haber hecho un trayecto múltiple de Vedado a la Habana vieja. Se acordaron nueve dólares y por esa cantidad se avino el prieto enjuto a arriesgar la pérdida de su licencia por llevar yumas en su carro ya que solo tenía licencia para llevar cubanos. Jonel, que era el nombre de quien los llevaba por las calles arriba, les fue cantando el sempiterno son de lo duro de la vida en Cuba: “no es fácil… no es fácil”. Ese era el estribillo cotidiano, la canción de Cuba. El milagro de la mecánica artesanal en que viajaban de vivos rojo y amarillo, debió portar su primera matrícula allá por los cincuenta estaría seguramente aunque el motor, según informó Jonel, no era el original sino que le había sido sustituido por uno de petróleo lo que explicaba el tufo que el aire a ratos les arrimaba a la nariz al ritmo de los muelles que, un par de décadas atrás, sustituyeron a los amortiguadores que sin duda en algún momento ya lejano debió llevar aquel coche. Iría mediado el recorrido cuando dos explosiones en falso del motor fueron el mejor de los indicadores para el chofer, a falta de otros relojes en el cuadro de mandos, de que el combustible se había acabado. No había a la vista gasolinera alguna pero la tranquilidad del maestro mecánico hizo conservar la calma a los ocupantes. Jonel bajó, abrió el maletero y cambió un grasiento bidón de plástico estilo símil Jeep, por uno de color amarillo esta vez de línea ácidos de piscina. Cambió el macarrón de uno a otro y con esta operación tan sencilla se efectu el cambio del depósito agotado de combustible por el de repuesto. No duró más de un minuto la operación que hubiese sido más rápida de no ser por lo delicado de la colocación de las dos tablas de madera que afianzaban los bidones para que no tumbaran en el maletero con el bamboleo de la marcha. El resto del camino fue puro deleite de una habana a ratos sol, a ratos Caribe caído del cielo.

La casa de Reinaldo era un bungalow al más puro estilo película Niagara, pero sin que un átomo de pintura, clavo o tornillo se hubiesen dejado caer por sus cercanías en los últimos cuarenta años. Sus finas paredes prefabricadas seguían en pie y con una solera y categoría que su fabricante nunca hubiese soñado siquiera que llegasen a tener con el paso de los años. Lo que en otro mundo hubiese sido un barrio residencial, allí en las afueras de la Habana, era arrabal pobre de ciudad decrépita pero con el señorío que nadie pudo nunca arrebatarle. Delante de la casa una negra y una trigueña que pasaban por la acera de cemento cuarteado y miraron a los pasajeros que se bajaban del carro, con la cadencia y descaro que sólo en esa latitud se sabe dar al paso, y siguieron su camino.

Una anciana contemplaba la calle desde su discreta y privilegiada atalaya sobre un entarimado, bajo el pequeño porche que precedía la puerta de la casa, sentada en una silla de mimbre cuyos calados tapaba un cojín de terciopelo y aguas de vejez. Era la madre de Reinaldo. Unos noventa años de vida observaban su acceso a la vivienda, toda la expresión de aquella cara se concentraba en los ojos, brillantes y vivos decían lo que la boca no llegaba a pronunciar, quizá por los numerosos dientes que se le habían quedado por el camino de la vida.

Como si alguien le hubiese avisado de su llegada salió Reinaldo a recibir a los visitantes. Les presentó a su madre y compartió con ellos un reverenciado café que preparó él mismo sobre la marcha. La madre apenas abrió la boca. Fue relatando cómo algunos ingratos que finalmente habían conseguido salir de Cuba se olvidaban de lo dejado atrás, incluidos él y su carga familiar... el viajero pensó si no le estaría preparando el terreno para una aportación económica a su delicada situación... Cuba era eso constantemente.

Tras el café pasaron por una estancia hacia la parte posterior de la casa que daba a un amplio patio exterior. Una estantería abigarrada de imágenes y símbolos parecidos a los de la fiesta de la casa de la calle Acosta separaba la estancia en dos y detrás, sobre una mesa no menos de treinta vasos, entre los que no había dos iguales, formaban un altar repleto y circular. Todos contenían agua y algún otro elemento entre los que se repetían crucifijos de madera de ébano y también de otros materiales metálicos, algunas figuras aparecían hundidas en algunos de los vasos y entre unos y otros había estampitas católicas al estilo de recordatorios de primera comunión. Curiosamente algunos de los vasos tenían múltiples burbujitas de aire y los demás no tenía absolutamente ninguna. Resultaba una decoración monotemática intrigante.

Salieron al exterior del patio, en el fondo se apreciaba un jaulón de vieja tela metálica con algunas aves de color pardo en su interior. A la izquierda un pequeñísimo tambucho hecho de tablones de desecho cada uno de su grosor y con una historia diferente formaban lo que Reinaldo calificó como su secreto. Cerraba por arriba el pequeño cubículo un entramado de cañas inclinadas formando el techo. La puerta baja y estrecha obligaba a humillar la cabeza para pasar a su interior, donde únicamente cabían dos personas sentadas en unos mínimos taburetes de madera de no más de un palmo de asiento en uno de los cuales se sentó Reinaldo indicando al viajero que ocupara el segundo. El corpachón grande y fuerte de Carlos se acomodó en el quicio mismo de la puerta donde se sentó por falta de espacio en el interior. Frente a la entrada y junto a los taburetes se encontraban tres vasijas de un metal parecido al zinc, una central más grande y dos algo menores a los lados. Las tres estaban llenas a rebosar de una suerte incontable de objetos de difícil identificación entre lo que preconizaban pequeñas ramas y palos de madera, muchos objetos metálicos, hierros, cuchillos, machetes, y algún crucifijo, formaban una compacto cuerpo amalgamado por un color marrón oscuro que uniformizaba el todo haciendo difícil de distinguir unas cosas de otras. Reinaldo explicó que en la santería hacían sacrificios con animales vivos y que esta cuestión les daba una imagen primitiva y violenta a los ojos de algunos que se quedaban únicamente en el artificio ritual de sus creencias. Esto explicaba la coloración parda que cubría a todos aquellos elementos, era sangre vieja de los animales sacrificados en los ritos que sobre ellas se habían llevado a cabo. Sobre la cabeza de Reinaldo, inmóvil, el esqueleto de lo que fue un ventilador, solo quedaban sus tripas, el motor y las aspas, en uso aparentemente, aunque parado aquel día.

Reinaldo preguntó al viajero el nombre de pila y la fecha de nacimiento, cogió unos trozos de coco, diez o quince, tallados con forma toscamente redondeada y de unos tres centímetros de diámetro cada uno. Se apreciaba cómo mucho tiempo atrás habían sido pintados de un color que bien pudiera haber sido blanco en su cara interna. Mantuvo todos ellos apilados mientras recitaba un ritual que a pesar de pronunciar en español era prácticamente ininteligible con excepción de algunas palabras sueltas... Yemayá.... espíritu... Ochúm... Mantenía los trozos de coco en su mano derecha y de tanto en tanto rozaba con ella las dos rodillas del viajero que, frente a él y a escasos centímetros, hacía descansar los brazos sobre sus propias piernas. Después el santero dejó caer los cocos sobre el piso y tomaba nota en un papel lo que las cáscaras de coco le decían según la posición y orientación en que quedaban en el suelo.

Repitió esta mecánica unas cuantas veces y después leyó en voz alta el texto de una especie de libreto de papel amarillento escrito a máquina y con anotaciones en lápiz. El texto hablaba de los Orishas y de sus relaciones, una especie de parábolas o leyendas sobre los espíritus de las fuerzas naturales y sus juegos, pugnas y andanzas. A medida que iba leyendo fue traduciendo a lo inteligible todo aquel simbolismo evocador, muchas fueron las cosas que dijo Reinaldo en poco tiempo. Lo primero fue identificar al viajero con su espíritu:

- Eres Changó-, dijo, - Como tu amigo Carlos que te acompaña, sois yunta, por eso estáis aquí juntos y os habéis acercado tanto en tan poco tiempo, siendo los dos Changó sois impetuosos y cabezones.

Contó una suerte de cosas entre las que volvió a hablar de su espíritu guardián, su tata Brígida quien llevaba permanentemente a su lado y le protegía.

- Cuando llegues a tu casa debes poner en un jarro unas flores y dedicárselas a este espíritu que te protege. Hay otro espíritu que también te ayuda -, dijo, - Es alguien que cuando vivía arrastraba los pies...

Un escalofrío recorrió la espalda del viajero. Su padre fallecido años antes, durante muchos años periódicamente cuando una enfermedad crónica le atacaba, arrastraba los pies en sus zapatillas por la casa... ¡Tantas veces lo había oído por el pasillo!

El santero también le advirtió que debería tener cuidado con su estómago y las digestiones. También vaticinó al viajero un ascenso.

Terminada la lectura de los cocos, al salir puso al pie de la vasija central un billete de cinco dólares que nadie le había pedido que dejara. Ya en la casa, antes de despedirse, delante de un aparador donde se exponían más vasos con agua y cruces en su interior, Reinaldo tomó una pequeña estampa de las que estaban tras los vasos y le dijo:

- Mira, esta es la representación católica de Changó, de tu santo -. Era una clásica estampita de misal con una figura estática mirando a los cielos. Al viajero le volvió a parecer insoluble la mezcla de aquellas dos visiones religiosas, era como un estilo arquitectónico de imposible realización, un edificio sin cimientos, un casa sin puertas... un sin sentido... lo que se le estaba presentando.

Aquella noche en la casa de la calle Acosta, en el centro mismo de la Habana vieja, mientras tomaban un bocado antes de salir a tomar unos roncitos, el viajero en un segundo plano de su mente subconscientemente intentaba encajar en un puzzle aquellas piezas que parecían tener distintas dimensiones, reales pero pertenecientes a universos con diferentes unidades de medida. En aquella casa por la que tantas personas desfilaban alguien llamó a la puerta, fue un toque familiar en la aldaba porque Carlos se levantó a abrir relajado, no siempre era de este modo. La condición de ilegalidad de la casa creaba una atmósfera permanente de clandestinidad que aumentaba su atractivo con una tensión contenida que todos percibían pero que nadie nombraba. Resultó ser la muñeca, una joven negrita de corta estatura a la que le habían puesto este mote por la perfección infantil de su cara, era una autentica muñeca de ébano. Vecina del barrio se pasaba de cuando en cuando a ofrecer unos puros que ella misma hacía artesanalmente en la fábrica en la que trabajaba, así sobrevivía. Pero hoy la muñeca traía de la mano a otra muñeca más pequeña que ella, una niñita de unos siete años con el pelo recogido en un pequeño moño sobre la cabeza al más puro estilo afro. Los inmensos ojos de la niña parecían aún mayores por efecto de lo tenso de su pelo, dos grandes ventanas se abrían hacia el interior de la más pequeña de las muñecas. Mientras la madre muñeca ofrecía a los presentes unos puros que traía camuflados en un pequeño bolso de plástico rojo, el viajero observaba a la niña-muñeca que lo cautivó de un golpe. Con una mano dada a su madre y la otra cerrada sobre un ajado peluche al que le faltaba una pierna y perdido en el vacío el único ojo que le quedaba, todo lo miraba. No aceptaba nada que le ofrecieran los allí presentes, atraídos por su dulzura, sin que antes una mirada de aprobación no partiera de su madre. Le preguntaron cómo era que iba tan guapa y repeinada a esas horas en las que ya los niños estaban por irse a dormir y después de obtener la aprobación muda de una mirada, explicó que su madre la bañaba por la mañana antes de irse a trabajar y otra por la tarde. Que la metía en un barreño toda entera y que venía de su último baño recién peinada. El viajero recordó una cosa que podría regalar a aquella negrita encantadora, fue a buscar su toalla suave y perfumada aún de los lavados de origen y se la tendió a la muñeca hija diciéndole:

- Toma, para ti, para tus baños en el barreño.

La pequeña antes de coger nada miró a la muñeca grande, su madre, y preguntó con la mirada. Su madre no contesto a la niña, en lugar de eso dijo que ella no podía pagar aquella toalla y que por eso su hija no podía aceptarla.

- Es un regalo, un pequeño regalo, nada más.

- Siendo así la aceptaremos - Dijo, y añadió - Acepta tú entonces un recuerdo nuestro, es todo lo que te podemos ofrecer -. Y tendió un pequeño mazo con cinco puros sujetos por una cinta amarilla, algo descolorida y primorosamente recogida en un lazo.

Y así, donde pudo haber venta hubo regalo, y así disfrutó el viajero de la existencia de esa otra clase de personas que, en un país donde la rapiña se ha hecho cotidiana, son capaces de llevar su dignidad a las mayores cotas conocidas.

 

 

  

 

Y pasó el tiempo. Un tiempo de los que no son principio ni fin sino intermedio entre sucesos, unos de esos periodos de los que podría decirse que son la proyección de un solo día, de un solo momento que se estira en semanas, en meses, en un pasar del tiempo...

Al volver de aquellas tierras los acontecimientos de allá quedaron en sordina y como si pertenecieran más a un sueño que a su vida. Sin embargo algunas cosas eran difíciles de poner en el baúl del olvido sin etiquetar siquiera. Fue por eso por lo que decidió hacer una pequeña ofrenda a su tata Brígida, la que le habían dicho que le acompañaba desde pequeño y lo protegía, decidió que mejor que un ramo de flores plantaría una maceta con algo que pudiera recordarle por más tiempo aquella persona y lo que la trajo de nuevo a su recuerdo. Ahora ya no la tendría en mente solo como una vieja y amarillenta foto de familia. Ahora tenía también recuerdos recientes que le traerían evocado el recuerdo de lo de antaño desde el hoy. Compró un rosal de pitiminí de color rosa pálido, muy pálido y lo trasplantó a una maceta mayor que situó en un lugar del porche de su casa desde donde pudiera verlo con comodidad, pensó que cada vez que lo cuidara, que lo regara, que lo viera junto a las demás macetas que cerraban la base de la columna en la que lo colocó, pensaría en ella y así le haría un mejor y más duradero homenaje.

 

 

 

 

 

 

 

El viajero era un hombre veterano y experimentado profesionalmente, de una edad que para los jóvenes era sinónimo de arroz pasado y que los de la tercera edad calificarían como de flor de la vida. Estaba reconocido en su trabajo y tanto los que dependían de él como sus jefes lo consideraban una persona hecha profesionalmente hablando. Había conseguido un cierto prestigio que le permitía seguir cómodamente su actividad laboral con el respeto de muchos y el temor de alguno. La experiencia acumulada por tantos años de labor en frentes distintos y los contactos acumulados por el camino, le hacían cómodo un trabajo en general reconocido como satisfactorio. Pero entonces todo cambió.

 

*  *  *

 

Un día después de una reorganización de esas en que se cambian los nombres de los puestos de trabajo y los organigramas, y donde parece que siempre habrá un antes y un después pero donde en realidad lo único que varía es el incremento en la retribución de algunos pocos de los reorganizados y donde al poco todo sigue igual pero con algunos mejor pagados, pues le cambiaron al jefe. A él, viajero de tantos caminos ya, perro viejo de la senda laboral, no le pareció un cambio significativo. Daba igual, fuese mejor o peor lo que venía con lo que se iba, era lo mismo, la verdad solo tiene un camino, pensaba ya desde antiguo, y estando en la orientación adecuada poco podía importar si era un jefe u otro el que tenía por encima. Para hacer que las cosas funcionen y que el trabajo saliera de la mejor manera solo había un modo: hacer las cosas bien. Y se equivocó. Toda la experiencia acumulada no le había enseñado que hay quien no está interesado en que las cosas se hagan lo mejor posible. Ese principio era falso, era un axioma que valía para él, para algunos, pero no para todos. Y eso fue lo que le hizo perder el hilo de la representación que empezó con el nuevo orden. Continuó intentado hacer todo de la mejor manera, pero era un interés suyo, no de los demás, los otros estaban ya en otra cosa, y estaban en otra cosa porque se habían dado cuenta que el nuevo jefe no quería al viajero en su tajo, la obra tenía que ser suya y para hacer que lo fuera había que eliminar ese al que los demás tenían por experto, al que consideraban. Todo cambió, lo bueno se desprestigió, lo nuevo nació para la apariencia, rápidamente los miembros de aquel tejido se acomodaron a las nuevas y confortables normas del vale lo que aparenta. Los trabajadores considerados empezaron a ser ahora los que eran capaces de crear papeles vacíos, informes copiados de informes que no comprometían a nadie y que llenaban estadísticas de cifras suculentas pero vacías, engaños, pero engaños valiosos para los ojos predispuestos a la justificación fácil y sin compromiso. A los que fueron buenos, se les apartó. Traían problemas a resolver. Se les entretuvo con trabajos yermos en los que desfogasen sus energías y a los que pronto se acomodaron.

El viajero se mantuvo firme en sus ideas que nadie podía quebrar por vía de la razón, de la honradez, pero no era sobre ellos sobre lo que se edificaba el nuevo edificio en aquella comunidad. Él había recorrido tantos caminos y vericuetos que se los conocía y podía anticipar los recodos, los problemas y hasta dibujar de memoria cualquier trazado de las rutas posibles, pero así, con él presente, nunca podría hacer suyo el nuevo jefe un mapa nuevo, y lo quería, no era importante que los nuevos rumbos dieran con algo mejor de lo que había, no, lo realmente importante para el nuevo jefe era que fueran suyos, que todos reconocieran en él al descubridor de las nuevas vías de acceso, que los planos llevaran su firma indiscutida. Pero eso no podía llegar a ser mientras hubiese un explorador avezado y con capacidad para anticipar los errores en las nuevas orientaciones del trabajo. Había que eliminar el obstáculo. Y a eso se puso el recién incorporado jefe, a eliminarlo. Pero el viajero era fuerte, no podía intentar sacarlo sin más de allí con solo un empujón, se resistiría y sobre todo se enteraría de las intenciones de lo que pretendía hacer con él y eso no interesaba. La sorpresa era una de las armas estratégicas en aquella operación de eliminación que se inició. El viajero era experto en la batalla, pero en la batalla de un frente abierto, al aire libre y cuerpo a cuerpo, su jefe lo era en los trabajos de la clandestinidad, en la oscuridad donde nadie sabía de donde procedían las agresiones, era maestro de la desinformación, técnico en la cizaña, creador de la duda, separador, diabólico.

La operación comenzó con la seducción del entorno, con la apariencia de una puerta abierta permanente a todo el que quisiera acercarse, el oscuro ofreció su imagen más asequible, a todos atendía y ofrecía su interés aparente, para todos parecía haber un tiempo ilimitado en su dedicación, todos salían de sus entrevistas con la sensación de renovación, de que las cosas mejorarían, aunque no fuese necesario mejorarlas. Para todos hubo tiempo, para todos menos para el viajero, él quedó fuera, fuera de la atención, fuera de todas las conversaciones, de los planes, fuera de todo. Empezó un puenteo sistemático que le extraditó fuera de su mundo. Al tiempo, los que habían sido próximos a él empezaron a sufrir las consecuencias. No hubo declaración de hostilidades, pero todo el que se acercaba al viajero quedaba marcado como él, se les apartaba de los planes de mejora y se les reducían sus retribuciones. Nada se anunciaba pero todo se ejecutaba con milimétrica precisión. El viajero percibió que su presencia perjudicaba a algunos, se apartó un poco más para evitarlo. No quedaron ya amarras con nada. Capeaba solo, sin gobierno y en medio de un temporal de origen desconocido que azotaba sus flancos cruelmente. Si hubiese habido brújula, no habría encontrado su norte. Al principio pensó que le engañaban sus sentidos, que no veía lo que veía, que todo aquello pasaría. Pero no pasó. Todos sabían lo que ocurría, ninguno dijo nada, ni a sí mismos se reconocían estar presenciando su destrucción.

El presencia del oscuro nadie osaba aparecer junto al viajero, el miedo hizo acto de presencia sin que nadie hablase de él, sin que nadie reconociera que se sentía seguro porque era a otro a quien se entregaba en sacrificio. De todos, alguno más valiente que los demás, tuvo valor para reconocerlo, aquella fue la más atrevida forma de valor, el reconocimiento de la propia cobardía.

Todo menos él cambió a su alrededor. Se le cambió el escenario sobre el que los personajes en su lugar de trabajo representaban sus papeles y él quedó fuera del nuevo decorado, pero no lo supo, porque nadie le advirtió que había cambiado la cartelera, en realidad el título fue lo único que no cambió de aquella representación porque el libreto, el papel de cada uno de los actores en su escenario de trabajo, fue sustituido por otro guión. Cuando intentó de nuevo representar el que había sido siempre su papel, no tenía sentido, no podía haber diálogo con los demás personajes de aquella obra trágica en que se había convertido porque los demás en escena leían otro libreto de una obra cuyo texto nadie le había facilitado. Y quedó como quedan los que hablan un idioma distinto a los demás y en un ritmo diferente, quedó solo, quedó como un loco en su monólogo frente a los cuerdos que lo aislaron.

Así pasaron meses y meses, y los meses formaron años y con ellos cayó sobre el viajero un manto negro que absorbía todo lo de fuera y que le impedía salir al aire. Aquella capa invisible absorbía la luz a su alrededor, sin luz ni veía ni era visible, no estaba, no existía. Hasta para sí mismo dejó de existir, perdió su imagen, dejó de tener horizonte, para él no había futuro, no había planes, no había proyección, no había tiempo. El reloj que marcaba la vida del mundo quedó parado por falta de cuerda en algún momento de todo aquel macabro proceso. Y Fue una pequeña gota de agua contaminada en el más profundo de los pozos de la inexistencia.

Y estando allí, en el limbo de los sentidos, uno de los espectadores del sacrificio, única y pequeña referencia, le puso en la pista de lo que realmente pasaba: “no eres tú, te están llevando a la nada.” A veces un mínimo acontecimiento puede ser causa del cambio más espectacular. Como una burbuja, que separa perfectamente un mundo de dentro de uno de afuera, sutilmente, y que hace que puedan coexistir uno y otro sin contacto alguno, pero en que un leve toque, un roce, un suspiro, es suficiente para el estallido de la frontera y para que se lleve a cabo la mezcla de los dos mundos que separaba, para dar lugar al conocimiento y al progreso. Así ocurrió, un mínimo apoyo le regaló la explosión de realidad capaz de inspirar la luz en la mazmorra de soledad en la que estaba. La falsa realidad en la que le habían enrolado había roto su cuerpo por varios flancos, la enfermedad se enseñoreaba por el cuerpo del viajero cuyo potencial físico había quedado reducido a un mínimo existencial, su mente no estaba bajo control e imponía sus acentos, sus mecánicas destructivas, sus procesos de irracionalidad. Pero hubo algo que se había salvado de la destrucción, o quizá otra cosa otro ser, insufló la serenidad suficiente para poder entender lo que la razón se negaba a aceptar y propició que se produjese la mínima atención necesaria para la más elemental de las reconstrucciones, la de su propia existencia. Algo consiguió que el viajero mirara a sus hijos… y que los viera. Los vio por primera vez desde hacía mucho tiempo... y con su imagen se vio a sí mismo... ellos eran la prueba de que él en realidad existía, él eran ellos... en su carne y en su espíritu. Era ellos. Alguien tenía que estar viendo aquel espejo en el que se reflejaban sus hijos, él los miraba, él estaba ahí y ellos estaban ahí por él. Y ellos, los niños, no podían proceder solo de sí, había otro. Alguien con quien se formó esa unidad de la que nacen los seres, sus hijos eran la tercera dimensión de un mundo previo de dos medidas. Su mujer estaba ahí, junto a sus hijos. Habían estado y seguían estando en el mismo lugar ¡Era increíble! ¡Durante cuanto tiempo los había mirado sin verlos! Con ellos de nuevo supo que era un ser real, de ellos consiguió su nueva identidad, tras un asombroso parto a la vida y por ellos redescubrió que debía de haber un hueco en el universo para él. Pero aquel renacimiento por si solo no reconstruía todo lo destrozado, no descubría al responsable ni le proporcionaría la fuerza, la voluntad, la inspiración para comenzar desde el último de los subsuelos una escalada que ni los mejor preparados y con mejor equipo eran capaces de llevar adelante. Para seguir siendo él, tenía que defenderse y tenía que hacerlo hasta donde la vida se lo permitiera, aun incluso para ser vencido, eso no era lo fundamental, lo importante lo que le permitiría seguir siendo lo que era y no ser otro, era precisamente no rendirse no conformarse con todo lo que había sucedido. Podría no ganar, pero nunca aceptar la derrota sin lucha, tenía que intentar poner las cosas donde debieran haber estado a toda costa, de otra forma se abandonaría a sí mismo. Pero, no podía ser… estaba débil, enfermo, sin fe...

Con estos mínimos elementos contaba el viajero cuando, desesperanzado, vio más que recordó la imagen de rebeldía que un día ya tan lejano contempló en la Habana representada por una pequeña y fibrosa negra. Aquella vivencia fue mucho más que una imagen, supo en aquel mismo momento que esa era la rebeldía que debía de esgrimir en su lucha de reconstrucción del entorno, de todo lo suyo. Estaba acostumbrado a la batalla de desgaste, pero si fuese capaz como ella le enseñó de rebelarse sin ofrecer ningún punto al enemigo, podría intentarlo, al menos con aquella imagen recuperaba la esperanza, la posibilidad de conseguirlo. Supo entonces y aceptó así que aquel fue el motivo real de su viaje a Cuba, el de que sus ojos vieran como se llevaba a cabo una rebeldía total contra un enemigo poderoso, la resistencia de aquella prieta al abuso, al dominio, a su integridad, la llevaba a cabo por ella misma, no por ganar ninguna batalla sino por no renunciar a sí misma. Bienvenida, que ese era su nombre, dio en aquel momento al viajero la bienvenida a una esperanza nueva, la de poder al menos intentar seguir siendo el que siempre fue y con su imagen presente decidió no dejar perder la lección de integridad que en el Caribe recibió de una maestra y en la calle, donde se encuentran los maestros de la vida, los que nos enseñan a vivir, a sobrevivir y a bien morir, con su ejemplo, con su hacer, con su propia existencia.

Y así, sin fuerzas, contra la corriente, solo, emprendió otro trecho de su camino el viajero recordando cada matiz, cada pequeño detalle de aquel recuerdo que debía presidir su espíritu de rebeldía, para poder ir agarrándose a algo en su reconstrucción. Pensó en cuantas cosas le quedarían por aprender y cuantas de ellas tendría que ir a buscar tan lejos, para localizar semejanzas, identificaciones, cercanías, para poder recuperarse a sí mismo como ahora le ocurría. Se puso a ello solo pero ya con la cercanía de los suyos. Poco a poco fue trabajando, leyendo, estudiando para entender lo que había pasado y así, con la imagen de aquella prieta sublevada siempre pero solo manifestándolo cuando no había peligro, tuvo la referencia de lo que su inmediato trabajo debía ser. El primer logro a conseguir era seguir día a día saliendo de la cama todas las mañanas al mismo mundo inhóspito que lo seguía recibiendo de espaldas, como si no existiese, pero ahora ya era diferente, él ya sabía lo que tenía que hacer: resistir, y no solo para que el tiempo pasara sino para tener oportunidad de conseguir los elementos que deberían constituir su defensa. Durante meses fue reuniendo documentos, informes, extrayendo y analizando datos de todo tipo para poder acreditar que lo estaba matando poco a poco. Trabajó para descubrir la falsa versión de los demás, los mudos espectadores de su eliminación, que querían a toda costa interpretar como una enfermedad suya lo que ocurría porque necesitaban creer su propia mentira para poder dormir tranquilos todas las noches, para seguir mirándose al espejo día a día, para poder seguir hablando a sus hijos de moralidad, de ética y de buena educación. Ordenó ideas, papeles, citas científicas, información, conocimiento para que diera una visión nueva, real y liberadora de los hechos. Con este inmenso esfuerzo para quien ha perdido su lugar en el universo continuó su labor día a día y con el beneficio inesperado de haber perdido todas las referencias antiguas de su concepción ya arcaica de las cosas. Si una ventaja tuvo aquella pérdida total de referentes fue que necesitó crear otros nuevos, más sencillos porque no pudieron apoyarse en ninguno anterior, nacieron más de adentro de lo que era y no tanto de lo que creía ser pues todo ropaje había caído como artificio inútil en el cubo de las cosas innecesarias y superfluas para un camino largo y duro. Descubrió en sí mismo una inmensa voluntad cuya existencia desconocía que le ayudaba a seguir, a trancas y barrancas, por el camino de la rebeldía ante su aniquilación.

Cuando ya por fin creyó el viajero tener en su mano todo lo que de una forma objetiva y rigurosa podía acreditar lo que estaban haciendo con él y pensó que era tal su fuerza probatoria que nada podría ya cegar la vista del entorno hasta entonces distraído por sus propios intereses, entonces se decidió a dar el paso decisivo de la denuncia, de pedir justicia, no venganza, de solicitar el reconocimiento de la razón de la que brutalmente le habían desposeído.

Había cumplido su misión, aplicó la enseñanza que recibió con el menor de los desgastes, pero la había cumplido, quedó como recogido de sí mismo esperando que ocurriera lo que ocurre cuando se entrega uno a un trabajo ímprobo por entero y sin reservas; quedó esperando ya ver por fin pasar aquel chaparrón, aquel inacabable chaparrón que estuvo a punto de acabar con él. Pero se equivocaba y el tiempo de la cosecha no era aquel. Inexplicablemente todos a su alrededor se negaron a ver lo que delante mismo de sus ojos se producía. El oscuro que desató en su contra toda suerte de murmuraciones, de bulos de inquinas, ahora por fin tenía algo sólido que esgrimir en contra del viajero, su acusación y a todo su fundamento limpiamente elaborado lo transmutó en insidia que los demás, necesitados de creer, aceptaron para cubrirse en sus errores, en sus desencuentros y en su cobardía. Y el miedo que ya estaba presente tomo el nombre y la forma del viajero para todos los demás y al nombrarlo en su interior supieron que serían ellos los próximos en sucumbir si apoyaban al estigmatizado. Prefirieron la seguridad del grupo en su error fatal que la paz de la verdad y así se condenaron a que se sorteara entre ellos al que habría de sustituir al viajero una vez desaparecido, aceptaron el miedo como ley.

Un día la desesperación llevó al viajero con su soledad cerca del mar, al lugar donde la inmensa grandeza deja pequeña cualquier otra cosa, allí se preguntaba una y otra vez en voz alta:

-- ¿Qué he hecho yo?... ¿Qué he hecho yo?... ¿Qué más puedo ya hacer?..

Creyó oír un: “ahora ya puedes abandonarte”, que de su mismo interior emergió a su pensamiento. Fue nítido y llegó claro, con forma de palabra no de intuición.

-¿En quién podría yo abandonarme? -, pensó, -¿A quien podría pasar, encomendar, esta labor de la que ya no sé lo que de más puede hacerse que no esté hecho?

- A nadie-, se contestó en voz alta. -Tengo que abandonarme pero porque ya nada se puede hacer. Ya está hecho lo posible, lo imposible no está en mi mano ni en mi voluntad, así pues no me queda sino abandonarme a mi propio destino. Solo me queda confiar en que todo esto tenga un sentido en algún lugar, en algún momento, que aquello por lo que llevo luchando tanto sirva sino a mí, a alguien y no sea una labor estéril y adquiera sentido finalmente.

No era el viajero una persona religiosa pero pensó que aquella idea de espera serena y abandono a su destino tenía algún parecido con una palabra oída y no comprendida desde niño, parecía tener que ver con esa fe de la que a tantos había oído hablar.

Así ya entregado a su destino traspasó los hitos que el tiempo le quiso traer, pasó de acusador a acusado, se le juzgó y se le condenó por haber tenido la osadía de defenderse, por intentar salir del agujero en el que le habían metido, uno por un odio indescifrable y por abandono los demás. Descubrió una fortaleza distinta en aquella que viene de la aceptación de lo imponderable, del reconocimiento de la propia insignificancia. Entendió en este proceso que el hombre fuerte y seguro que fue escondía temores que nunca quiso reconocerse y que solo ahora, traspasados los umbrales del infierno, desde la humildad y la espera serena podía perdonárselos y aceptar a su vez el perdón de los que supieran reconocer sus debilidades y solicitarlo. Intuyó una nueva fortaleza y una nueva perspectiva desde la que podría llegar a entender todo lo soportado y así con esta intuición y esta mínima esperanza continuó viendo caer las hojas de su calendario y contemplando cómo se iban poco a poco amontonando a sus pies y cómo por primera vez no se sentía enterrado en ellas sino que quiso apreciar que podrían llegar a enriquecer el suelo donde caían.

 

 

 

 

 Pasó un año de este nuevo ritmo de su tiempo y estando en el frío y festivo invierno de diciembre cuando en las fincas los hombres celebran el rito de vida en las matanzas, él y su familia fueron invitados a participar de la jornada de la fiesta del campo, a la muerte del cerdo y la alegría de bonanza que anuncia a los payeses. La noche anterior cambió el tiempo que venía bondadoso y el cielo se cubrió de unas oscuras y amenazadoras nubes cargadas, plenas de gravidez que parecían darse cita sobre los cielos que el viajero veía a cada momento más proclive a descargar una tromba mediterránea. Pero no llovía. Apenas chispeó pero los relámpagos se sucedían en alumbrar todos los recodos violáceos de las volutas que formaban las nubes, entrechocadas en lo que aparentaba una particular celebración adelantada al día siguiente. Los rayos se sucedían unos a otros superponiéndose a los truenos a los que llegó a ser imposible identificar con su relámpago paterno. Durante gran parte de la noche llegaron incluso a romper su habitual caminar de cielo a tierra, como si fueran parte de un juego celeste, viajaban de unas nubes a otras librando una batalla de fuegos de artificio. Los truenos y centellas daban forma y vibración al espectáculo y como ingente artillería parecían sumarse al espectáculo de luz y color, como si de un festejo real se tratara. Así le llegó la noticia, era este tormentoso escenario el que los bastidores de la naturaleza ofrecían cuando una llamada anunció la nueva: el oscuro, aquel pálido envidioso que creó la mentira, semilla de rumores, quien había sido origen de la farsa desencadenada contra el viajero a quien hizo protagonista de una película de terror, había sido relevado de su puesto de trabajo. Al fin alguien había visto la verdadera dimensión de su labor, de su destrucción y lo bajaron de esa pequeña peana agigantada por sus ansias egocentristas o quizás simplemente el destino seguía su curso, pero al fin, había sido destituido.

El viajero recibió la noticia con esa nueva perspectiva de serena aceptación que venía descubriendo en sí, pero decidió no dejar una fecha tan especial sin hacer algo que la destacase del resto de los días en curso. Se reconoció íntegro, en su identidad dolida, pero entero con todos sus elementos, entre los que recordó su rebeldía a la que dio forma de idea en el Caribe, y pensó que sin ella no estaría viviendo aquella noticia de la misma forma. Debía celebrarlo. Llamó a Joan, al fiel amigo al que había ido empapando de todas las hieles de su desesperación y le ofreció uno de los puros que habían venido de la Habana con vocación de rito de día de fiesta. Juntos disfrutaron de aquel dulce habano en una noche en la que el cielo parecía también celebrar con ellos aportando truenos y rayos, los fuegos de artificio más vistosos y especiales pues solo se encienden y festejan cuando la naturaleza quiere hacerse notar y no cuando el hombre en su pequeñez siente alegría. A veces, como aquella noche, se aúnan los deseos y esperanzas del hombre con cosas que escapan a su comprensión pero que poseen la incuestionable, rotunda y palpable realidad del trueno. Y al fin llovió, llovió intensamente aquella noche y el agua fue lavando largo y profundo mucho tiempo.

A la mañana siguiente la borrasca insistente se había instalado y los tambores celestes seguían repiqueteando en la lejanía, los rayos se percibían amortiguados por la claridad del día que había traído una bóveda más invernal, blanca, como de nieve y solo al fondo sobre las montañas seguían negros los nubarrones alimentando la orquesta de sordos timbales. No hacía frío sin embargo. El viajero tomó a su familia y se percató de la grisud de los tonos en aquella mañana de aguas, el color rojo de su coche se destacó por encima de su entorno y más se hacía notar bajo el blanco cielo. Se encaminaron hacia la finca de San Martín y conforme los kilómetros daban espacio al pensamiento no pudo reprimir un acordarse de aquel dicho tan conocido: a todos los cerdos les llega su San Martín. Llegando a la finca, a lo lejos se divisaba la imponente edificación de la posesión original, aparecía destacada una torre en el ala izquierda, un efecto de la luz matizada de humedad hizo que se viera como plana y que las tres ventanas que desde ese ángulo se apreciaban formasen una extraña combinación. En un pedazo segregado de la finca original estaba el cobertizo donde se celebraban las matanzas, a espaldas del cebadero. Un inmenso cerdo que pasó los doscientos cincuenta kilos había sido sacrificado en la mañana muy temprano. La fiesta era presente sin serpentinas ni estridencias en todas las personas que participaban de la labor de la matanza. Hombres y mujeres en ropa de trabajo trajinaban en las mil tareas del señalado día alegre de matanza, las mujeres destacaban del cuadro por sus colores, todas llevaban un largo y amplio delantal de un blanco soleado con unas pequeñas iniciales bordadas a punto de cruz con hilo rojo vivo. El lino antiguo de los mandiles que las uniformaba, de trama gruesa, mostraba los pliegues de un doblez a la medida del cajón donde se adivinaba habían aguardado todo el año hasta ese día. Sorprendía el vivo rojo del bordado sobre el blanco victorioso de los años y las manchas. Barreños, ollas, tripas, cuerdas y carne entreveradas en el tejido de festejantes, ofrecían una imagen de control y armonía como si cada uno fuera la nota de una sola melodía y supieran donde debían estar para que sonara la canción de la matanza. Todo el mundo sabía lo que debía hacer y sencillamente lo hacía, con el alegre interés de los que disfrutan con el trabajo. Solo Pikiki, la pequeña prima, con el delantal y sus iniciales, blanco y rojas, de vez en vez daba alguna indicación, como de tarde en tarde, como un discreto repunte. En un rincón, detrás del inmenso caldero con agua hirviente, una infusión vaporeaba el ambiente de un olor dulzón contrapunto de los olores de grasa, de carne, especias, del olor a los cercanos cerdos. Entre las mesas de matanza, distribuidas por labores, en el centro la más ancha con sus bordes desgastados por los filos de mil cortes de generaciones de despieces, una inmensa manta de tocino aun sin separar de la piel, abrazaba el tablero del que aun colgaba por los lados. El blanquísimo tocino cubría la mesa como mantel recién lavado, delante en el suelo una gran mancha roja de sangre le daba al día su color, vivo, brillante, vital. Tía Bárbara repartía infusiones. Continuó la jornada, con el reloj del trabajo y cuando tocó por la faena se sentaron a la mesa y disfrutaron de la comida, con el lomo, con el frito de aquel animal. Después siguió la matanza y se hicieron los blanquets, y los butifarrones y, el fuet. Se calentó el tocino en una gran olla, donde se hizo transparente y líquido, para hacer la manteca. Se embutía y se bebía, se charlaba y se festejaba la jornada.

Cuando el viajero posó de nuevo su mirada en la mesa central, la que tuvo el tocino, la grande, la que parecía presidir la escena, treinta o cuarenta tarros de vidrio transparente formados en filas compactas, a la izquierda, contenían la manteca, ahora fría y blanca, otra vez de su color original; a la derecha en un barreño de cinc una masa de carne y grasa picada, preparada para sobrasada esperaba ser metida en las botas de piel, el pimentón que llevaba la mezcla de un rojo subido y pintón contrastaba con la blanca y uniformada manteca, en el centro frontera de los colores puros, como de corte, había un largo cuchillo de matanza, antiguo, grande, afilado para su oficio, con una hoja de hierro con motas oscuras y un sencillo mango de madera oscura de olivo y gastada. Parecía una espada. No se podía apartar los ojos de aquella composición, era la armonía, un fiel con sus contrapesos exactos. La prima Barbarita pasó por delante y se llevó la mirada del viajero detrás, los ojos se fueron de la manteca al blanco delantal, del pimentón a las rojas iniciales bordadas; de un sueño a otro sueño, de una impresión a un recuerdo...

 

 

 

 

 

 En la vuelta a casa mediada la tarde fue más ensimismado el viajero, al volver la curva de la posesión a su izquierda, miró ahora ya buscándola, la torre que divisó al llegar. En semipenumbra observó su perfil de una luz tenue y las tres sombras que marcaban sus ventanas. No había dejado de tronar y ahora volvían a apreciarse de nuevo las culebrillas de los relámpagos a lo lejos sobre las montañas. Las imágenes se presentaban a su mente, los olores, pero sobre todo los colores, los insistentes colores, blanco, rojo, se hacían sitio en él con contumaz insistencia... y Bárbara, también Bárbara… Imaginó desde el interior su propio coche rojo brillante de gotas bajo aquél cielo algodonoso y blanco que ahora, en la hora del fin de jornada invernal, resplandecía sobre las sombras del horizonte.

Al llegar a su casa una única línea de pensamiento había ya en él y se sintió excitado pero forzando una calma propia de los momentos a los que se quiere hacer durar y conferir la dimensión adecuada a una importancia sabida. Fue al salón y dejó el abrigo sobre un sofá, frente a la chimenea en la esquina de una mesa baja, un pequeño jarroncito de vidrio, que había contenido en su día agua del Jordán para el bautismo de sus hijos, exhibía una pequeña y única rosa palidísima, preciosa, en ese momento único de mayor esplendor en que las flores dan todo lo que son. Un sentimiento de sosiego y paz vino a serenar su mente acelerada, despacio salió al porche, de entre los rosales enanos que rodeaban la columna, secos y deshojados por el invierno, uno, el que fuera un día trasplantado para recuerdo de un espíritu, aún conservaba dos rosas algo ajadas. Solo aquel rosal había superado los fríos del invierno y la falta de cuidados de su jardinero, él mismo,  oscurecido aquellos tiempos. La pequeña y perfecta rosa del jarroncito era, en su estado de gracia, la ultima rosa invernal, la ultima flor de una ofrenda. Tomándose su tiempo subió hacia la planta superior donde encendió el ordenador que conectaba con Internet, sus recuerdos y sus pensamientos eran una mezcla ya de cuerpo propio. Sabía que nunca más se separarían de lo que ahora formaban en él, entró en el buscador y tecleó: “Changó” “Santa Bárbara”, a los escasos segundos seleccionó un enlace de los que le ofrecía la pantalla de respuesta...

CHANGÓ:

Orisha de la religión yoruba extremadamente fogoso y de voluntad fuerte. Dios del trueno y de la guerra, dueño de los tambores. Viste de traje rojo y blanco. Artillero del relámpago, echa candela por la boca y humo por los pies. Su collar: Cuentas rojas y blancas. Representa fuego, pasión, tempestad y mucho amor. Se dice que cierta vez, Oggún le había tendido una celada para matarlo, pero que llegó a oídos de Oyá este plan y ella fue a ver a Changó y se lo dijo, proponiéndole vestirlo con sus sayas de nueve colores y cortarse sus trenzas y vestirlo de mujer. El aceptó la proposición; ella lo vistió, consiguió un caballo blanco y un gato, montó a Changó en el caballo, le puso el gato en la cabeza y echó a correr a Shangó vestido de mujer por donde estaba Oggún, al ver aquellos dos focos de candela venir hacia él, huyó despavorido creyendo que era Oloni (diablo). Siempre se le ve de frente temiendo dar la espalda. Sus colores emblemáticos son el rojo y el blanco (rojo porque representa la virilidad, la música, el amor, el blanco por ser hijo de dos de los Obatalases del Panteón Yoruba). Se le representa por un hacha doble.

 

SANTA BARBARA:

Pertenece al grupo de los catorce Santos Protectores. Joven mártir de los primeros siglos de la era cristiana. Su padre pagano la encerró en la torre de su castillo para forzarla a renunciar a sus creencias, donde ella añadió una ventana más a las dos que tenía la torre como símbolo de su religión. Después de esto fue decapitada por la mano de su propio padre el cual al bajar de la montaña, en el camino, fue fulminado por un rayo que descendió de los cielos, cual fuego celestial. Desde entonces, santa Bárbara está asociada con el trueno y el rayo y es invocada durante las tempestades. Protege principalmente a

quienes se hallan en peligro de muerte y no tienen sacramento. Se la representa con manto rojo y túnica blanca, espada o en ocasiones hacha de doble hoja y torre con tres ventanas. Equivale a Chango, en las religiones afrocubanas.

Santa Bárbara se celebra el día cuatro de diciembre, sólo dos días antes del día de san Nicolás.

 Abajo a la derecha, en la pantalla del ordenador, el calendario marcaba la fecha de ese día: sábado, 4 de diciembre de 2004.

El viajero apoyó la espalda en el respaldo, relajando la postura que inclinaba su torso hacia delante, se dejó caer, disminuyó la tensión de los músculos de su espalda y pasó la mirada por encima de la pantalla donde la dejó perder. Supo más de su viaje y supo que llevaría en él buenos compañeros. Confió que aquella parada en la que se encontraba fuese una escala provechosa del trayecto que se prometía largo, constante, inacabable.

                                                   

 

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                                 Palma de Mallorca, el 29/12/04

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